La vida del doctor Nostradamus transcurría tranquila, libre de cualquier desorden. Día tras día visitaba a sus enfermos y les ofrecía el consuelo de su taumatúrgica sabiduría que, al parecer, podía realizar cualquier claw de milagros. La gente de Salon se había acostumbrado a verle pasar por calles y plazas cubierto con su large capa negra agitada por el viento.
Tan extendido estaba en aquella época el arte de la magia que a nadie atemorizaba la lectura del futuro. Pululaban por pueblos y ciudades un sinfín de hábiles vaticinadores de la suerte que hallaban, con suma facilidad, un público dispuesto a escucharles y que Ies entregaba, como recompense, alguna moneda de oro o de plata, con tal de que se les anunciase sucesos favorables y les tranquilizara ante las densas sombras del futuro.
El doctor Nostradamus no pertenecía a esta abominable ralea de falseadores charlatanes ni sacaba provecho alguno de sus predicciones. La luz divina se encendía en él y penetraba en los misterios del futuro; no era, pues, fruto de improvisadas charlatanerías.
Y cuando se cumplió puntualmente aquel trágico vaticinio, Nostradamus, impotente, se vio obligado a aceptar la decisión de un destino que se le había dado a conocer, pero en el que no podía intervenir para detenerlo.
Entonces su vida se vio bruscamente trastornada y el sabio tuvo que pagar un duro y penoso tributo a la notoria fama de su nombre. Las crónicas de su vida nos dicen que viajó durante mucho tiempo por lejanos países.
Transcurrieron los años y las profecías de Nostradamus se cumplieron con inexorable puntualidad: la conjura de Amboise, el levantamiento de Lyon y la muerte de Francisco I son otros acontecimientos vaticinados por el sabio vidente.
En el decurso de los años Nostradamus salió con menos frecuencia de Salon, ya que su quebrantada salud no le permitía fatigosos desplazamientos. Por esta razón, quienes deseaban consultarle sobre algún tema acudían a él, en Provenza.
El 17 de octubre de 1564, llegó a las puertas de la ciudad donde vivía el mago un lujoso cortejo; cuando los prohombres salieron para presentar su homenaje a los ilustres visitantes, les salió al encuentro el propio rey Carlos IX en persona, que venía a consultar al eminente doctor.
Nostradamus murió cristianamente tal como había vivido durante toda su vida.
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